La ranchería en donde nací, crecí y siempre vuelvo, se llama Guanajuatillo, del municipio de Apatzingán, Michoacán. Soy como un árbol con raíces profundas que lo tienen sujetado al suelo en donde por azares del destino nació y de dónde nunca puede irse.
Mi familia, como muchas de aquellos tiempos, era numerosa. Éramos 12 hermanos entre hombres y mujeres. Como dicen en plan de broma, "no había televisión".
Mi madre, en su afán de hacer de nosotros sus hijos, gente de bien, no atinó más que a corregirnos a base de férrea disciplina, haciéndonos desdichados en nuestra niñez; pues fue tanta su severidad que le temíamos, al grado que le pusimos por sobrenombre "La Pegalona". Sufrimos su energía todos los hijos por igual, hombres y mujeres. Ella no se daba cuenta, por lo menos en mi caso, que al aplicarme su dura disciplina existía una contradicción, pues me pegaba por peleonero, pero al mismo tiempo me amenazaba con castigarme si me dejaba de otros muchachos. Yo no sabía qué hacer. Mi forma de ser era confusa y zigzagueante. A veces actuaba de una manera, a veces de otra. No sabía a qué atenerme.
Insisto en poner en relieve la vida de mi niñez dentro de mi familia, porque creo que esa situación fue el cimiento de mi forma de actuar en el futuro. Trabajo y cintarazos era lo rutinario. ¿Qué se podía esperar de un niño tratado de esa manera?
Nunca fui a una escuela, por la sencilla razón de que la que había en mi rancho nunca tenía profesor, como sucedía en muchas del medio rural. Crecí prácticamente salvaje. A leer y escribir aprendí yo solo cuando tenía más de diez años por pura curiosidad para leer las revistas de Kalimán y otras de moda.
En una ocasión, en que se habían agudizado las carencias, tenía yo unos ocho años, me quise comer un huevo de gallina, pero antes de hacerle un agujerito a la cáscara del huevo para succionarlo, fui descubierto por mi hermana mayor, Lupita, que impidió que yo llevara a cabo mi intención. Me dio tanto coraje, pues yo pensaba en mi mente infantil que con el huevo me iba a poner bien fuerte para poder pelear más bien, que opté por sacarles un susto; para el efecto me metí al chapil o troje donde se guardaba el maíz que la familia consumía durante el año, hasta que las nuevas cosechas que volvía a llenarse.
Total, que me metí entre las mazorcas de maíz y ahí permanecí desde aproximadamente la una de la tarde hasta las doce de la noche. Desde mi escondite escuchaba los gritos de mis hermanos llamándome, pero yo no contestaba. Pasó el tiempo y creció la alarma. Mis hermanas y hermanos con el pendiente reflejado en sus gritos, me buscaron, primero por el monte cerca de la casa y después en parcelas alejadas. Como no me encontraban entraron en pánico y pidieron ayuda a los vecinos, mismos que se unieron a la búsqueda hasta ya entrada la noche. Yo sentía que estaba castigando a mi hermana Lupita, pero el castigado fui yo, pues como a las doce de la noche que salí de mi agujero, y se dieron cuenta de que me había escondido a propósito, mis hermanos mayores, asustados e indignados, me pusieron una chinga que se me figuró más de 200 azotes, para que no volviera a andar haciéndome pendejo. Y efectivamente, no volví a hacer ese tipo de travesuras o si se quiere decir más correctamente, de pendejadas.
En aquella época, en la ranchería no había electricidad, mucho menos televisión, por lo que solamente funcionaba un viejo y destartalado radiecito de pilas que se oía todo ronco, pero mi hermano mayor Canchola y yo no nos perdíamos la serie de radionovelas Kalimán y Porfirio Cadenas, pensando que todo lo que decían era cierto, haciendo hondo impacto en mi conciencia ya que siempre tuve una marcada inclinación al idealismo, dándole rienda suelta a mi imaginación.
Eran famosas las palabras de Kalimán de que lo más poderoso era "la paciencia y la mente humana", y para el efecto, yo practicaba con los animales. Cuando se me acercaba una gallina, me le quedaba viendo fijamente y le ordenaba mentalmente: "Pon un huevo". Claro que la gallina no me hacía caso, pero yo lo atribuía a mi falta de práctica y seguía con mis experimentos con otros animales. El único que me hacía caso, o era tal inteligente que me seguía la corriente, era mi burro; me le acercaba a unos tres o cuatro metros y le ordenaba mentalmente que se me acercara y de inmediato me obedecía por la fuerza de mi mente o por interés. Lo que sí pude comprobar, en repetidas ocasiones, es que por más poderosa que sea la mente, los puercos son más rebeldes y desobedientes, al grado que llegué a convencerme que ni al mismísimo Kalimán en persona le harían caso. Ésa fue la razón de que en lugar de ordenarles algo con la mente, los hacía obedecer a mentadas de madre y varazos. Según mis experimentos, saqué por conclusión que los que más se sugestionaban con mi mente eran los perros, las vacas, los caballos y algo, muy poquito, los chivos. Esos eran mis pasatiempos infantiles en mi rancho, y creía yo, era la forma de superarme para llegar a ser como Kalimán y poder hacer el bien a la humanidad.
De todas maneras, he de decir que no sé si por esos experimentos infantiles, o por algo natural, ahora de grande siento tener algo extraño en mí mismo que me hace comprender algunas cosas en los animales. En ciertas ocasiones me adelanto a lo que van a hacer, o mejor dicho, de antemano sé qué es lo que van a hacer en los siguientes segundos. No me explico ese fenómenos, pero así es...
Igualmente, influyeron poderosamente en nuestra ingenuidad los actos valerosos y humanitarios que realizaba el personaje de la radionovela Porfirio Cadenas, héroe de mil enfrentamientos y justiciero por vocación, que desafiaba y castigaba a los poderosos que abusaban del pueblo, quitándoles riqueza para repartirla entre los pobres. Esos actos, que consideraba heroicos, eran los que yo quería imitar cuando estuviera grande.
Ahí nació en nuestras pequeñas e incultas mentes infantiles la idea de que algún día nosotros seríamos héroes como los personajes del radio. Yo y mi hermano soñábamos en ser grandes personajes y ayudar, defender y buscar el bien del pueblo, especialmente haciendo justicia a los pobres, castigando a los enemigos de la humanidad.
Para irnos entrenando jugábamos luchas, hacíamos ejercicio y jugábamos a las guerritas. Cada uno de nosotros cortábamos de algún árbol una rama de donde pudiéramos hacer una tosca imitación de una pistola o un rifle, y por ahí andábamos con nuestra grita y haciendo con la boca como si estuviéramos tirando balazos. Nos escondíamos en la maleza o en las rocas y tratábamos de sorprendernos uno al otro, y cuando alguien lograba disparar antes, el otro caía redondito al suelo haciéndose el muerto, pero todavía así tirando balazos. Cuando él me alegaba que me había matado antes, yo le replicaba que solamente me había herido y que todavía tenía alientos para "hacer mi deber". Yo salía ganando porque no me podía demostrar lo contrario. Pero también él me jugaba chueco, pues cuando yo veía clarito que le había dado un balazo en medio pecho, él decía que solamente había sido un rozón. Así, empatábamos la alegata y cada uno se retiraba a esconderse de nuevo; él cojeando y yo dando traspiés, como si de veras estuviéramos heridos.
Mi hermano Canchola, en realidad era mi medio hermano y su verdadero nombre era Arnoldo Mancilla González. Me llevaba siete años, aunque esta diferencia de edades no impedía que simpatizáramos con las mismas cosas y congeniáramos tan bien que nos protegíamos mutuamente cuando hacíamos alguna maldad infantil. Especialmente de mi madre, que con su mirada penetrante e inquisidora, siempre estaba vigilando, buscando el mínimo motivo para darnos un buen escarmiento, según decía.
Éramos complices en todo y compañeros de aventuras e ilusiones. Como el trato con mi padre era casi nulo, adopté a mi hermano como figura paterna, y cada uno tomamos nuestro rol tan bien, que como dicen los labradores de la tierra "no rosábamos la coyunda".
Soñábamos despiertos imaginando que cuando creciéramos íbamos a ser hombres exitosos, con dinero suficiente para sacar de la situación deprimente en que estaba la familia. Especialmente nos preocupaba la suerte que correrían las hermanas, que a pesar de ser bonitas y de buenos sentimientos, en ese lugar no había ningún futuro beneficioso para ellas.
Cerca había una ranchería grande llamada El Rufino, en donde se congregaba la gente de los alrededores durante los festejos de la navidad, pues ahí se organizaba una kermés y un baile amenizado con un desabrido tocadiscos. Vivía ahí una familia muy respetada, porque tenían dinero y casi todos andaban con sus pistolas fajadas en la cintura, apellidados Juárez Chiprés. Uno de ellos, un poco mayor que yo, quiso pasarse de bravo y me la quiso hacer de valiente. A éste le apodaban El Tillín. Nos quiso correr dizque porque no éramos de ahí y le salí respondón, pues le dije que la calle ni la fiesta eran de su propiedad. Esa contestación la tomó como agravio y azuzado por sus amigos se me abalanzó con la intención de darme una lección, "para que aprendas a respetarme, pinche indio de la sierra". Yo alcancé a contestarle, "pues éntrale, pinche dientón". Como haya sido, nos liamos en una pelea tan violenta y feroz que pronto los dos empezamos a sangrar de boca y nariz. Al ver la sangrienta pelea la muchachada nos hizo rueda y durante más de diez minutos nos dimos golpes con furia y resentimiento. Yo tengo la ventaja de que cuando peleo ni los golpes siento, por lo que me dejo ir a lo loco. De pronto logré darle un tremendo puñetazo en la quijada, y cayó al suelo hecho un guiñapo. Yo también recibí lo mío, pues mi contrincante era buen y fuerte, pero pudo más mi habilidad, entrenamiento y ejercicio que practicaba con mi hermano que los atributos de mi enemigo. De ahí para adelante "santo remedio", ya nadie quería pelear conmigo, pues ya sabían a lo que le iban tirando.
Desde ese tiempo tuve fama y respeto en las rancherías cercanas, pues decían que "estaba estudiando defensa personal por correspondencia" cuando yo no sabía ni leer. Pero a mí me convenía, pues me temían y no había nadie que me echara "brava". Así se forjó mi carácter, entre el trabajo, las hambres, los tablazos de mi madre, los golpes en los pleitos, mis sueños de progreso y mis amarguras de impotencia.