Cuando la joven Sara Pérez accedió a casarse con aquel coahuilense, hermano de sus amigas, las muchachas Madero, no sabía que su vida matrimonial no se quedaría en el apacible San Pedro de las Colonias. Junto a Francisco, recorrería el país, sería testigo de una revolución y viviría horas amarguísimas en los días aciagos de la Decena Trágica.
Sarita Pérez fue una leal compañera para Francisco I. Madero. Como primera dama, abrazó numerosas causas caritativas y de ayuda social. Se cuenta que a veces arengaba por iniciativa propia a las tropas y procuraba proporcionarles artículos de primera necesidad.
Aquella mujer pequeñita y de gesto bondadoso, demostró, en los peores días de su existencia, que era muy fuerte. De otra manera no hubiera podido sobreponerse al dolor experimentado cuando vio a su esposo muerto, sobre una mesa de la enfermería de la cárcel de Lecumberri, envuelto en una tela tosca, para que nadie viera la herida mortal que delataba el modo traicionero en que lo habían asesinado.
Sara Pérez vio cómo su marido profundizaba en la doctrina espiritista, para encontrar su destino.
Vio cómo sus simpatías políticas se estrellaron en varias ocasiones, contra el poderío que desde la Ciudad de México, ejercía el presidente Porfirio Díaz, gracias a la compleja red de alianzas y privilegios, construida a lo largo de sucesivas reelecciones.
Sarita supo de los mensajes de los espíritus que convirtieron a su marido en escribiente. Los espíritus auguraban a Francisco I. Madero una importante misión para bien del país; pero también le dijeron que el precio a pagar sería muy alto.
No sabemos en qué términos Sarita conoció los textos espiritistas de su esposo. Lo que sí se conoce es el modo en que abrazó la causa política de Madero, la forma en que le acompañó y fue una leal activista en su campaña para la presidencia, en un México en que las mujeres no tenían derecho al voto.
Sara Pérez Romero nació en San Juan del Río, Querétaro, en 1870. Fue hija de un hacendado, recibió clases en su casa, como correspondía a una joven cuya familia podía costear esa educación. En 1893 fue enviada a estudiar a Estados Unidos. Allá hizo amistad con dos muchachas del norte mexicano, Mercedes y Magdalena Madero. Era natural que conociera a los hermanos varones de sus amigas, Francisco Ignacio y Gustavo Adolfo, que acababan de llegar de Francia, donde hicieron estudios de administración, y ahora se iban a California, a complementar sus conocimientos en el Departamento de Agricultura, con miras a integrarse, un día, en los negocios familiares.
“Allí en el colegio apenas la conocí” –recordaría Francisco I. Madero en sus memorias.
“Pero intimó mucho con mis hermanas y esa intimidad fue después motivo para que me encontrara con ella en México y me prendara de sus cualidades”.
Las muchachas, en efecto, sostenían una cálida amistad. A veces pasaron las vacaciones juntas en Arroyo Zarco, donde la familia de Sara tenía posesiones, y en otras ocasiones pasaron temporadas en el hogar coahuilense de los Madero. Así fue como surgió el romance entre Francisco y la querida amiga de sus hermanas.
Por aquellas memorias de Francisco, sabemos que entabló noviazgo con Sara hacia 1897. Él, mientras se se concentraba en desarrollar cultivos de algodón, escribía constantemente a la capital, donde vivía ella, y, cada vez que podía, viajaba para visitarla.
“Llevábamos muy asidua correspondencia y nos amábamos entrañablemente”, dicen las memorias.
En un ejercicio de honestidad, Francisco dejó anotada una ruptura:
“La distancia y la vida disipada que llevaba yo en aquella época borraron poco a poco en mí esos sentimientos, y acabé por romper con ella sin motivo alguno. Para ella fue un golpe terrible, y para mí un motivo más para seguir mi vida disipada, pero a pesar de que cortejé a muchas otras señoritas, siempre, en mis momentos de calma, de serenidad, volvía a brotar de las profundidades de mi alma la imagen de Sarita”.
Doña Mercedes, la madre de los hermanos Madero, enfermó gravemente de tifoidea por aquellos días. Según Francisco, aquel padecimiento, que agobió a toda la familia, lo hizo dejar atrás su “vida disipada”. Entonces, la imagen de Sara volvió a ser importante:
“Muy pronto me formé el propósito irrevocable de volver con Sarita”.
Comenzó a indagar por su paradero y sus circunstancias. En junio de 1901 le escribió a su primo, Rafael Hernández, que residía en la Ciudad de México. A él le encargó indagar qué había ocurrido con su antigua novia:
“Tampoco olvides darme algunas noticias de Sarita, pues no sé si vive o no, y tengo muchos deseos de saber cómo está", escribio Madero.
Sabemos, por el propio Francisco I. Madero, que inició una campaña para reconquistar a Sarita.
“Mi constancia triunfó de todos los obstáculos, y al fin tuve el inmenso placer de estrechar entre mis brazos a la que debía ser mi inseparable, mi amantísima compañera, y que debía ocupar un lugar tan predominante en mi corazón”.
Finalmente, la tenacidad de Francisco I. Madero había triunfado.
Francisco y Sara se casaron en la Ciudad de México en enero de 1903. Al día siguiente del matrimonio civil, se celebró la ceremonia religiosa. El banquete de bodas, un regalo de la familia Madero, se llevó a cabo en el Hotel de la Reforma, donde la pareja pasó algunos días. Después, emprendieron el viaje a Coahuila, a San Pedro de las Colonias, donde residirían. Fueron muy felices juntos. Deseaban tener descendencia, pero eso no ocurrió. Hay datos que señalan que Sarita estuvo embarazada y que sufrió un aborto en 1904.
Antes de casarse, Francisco, convencido creyente de la doctrina espiritista, ya había descubierto sus dotes de escribiente. Aquellas voces que aconsejaban a Madero y que lo inducían a lanzarse de lleno a la lucha política, no dejaron de inquietar a su esposa, pero, finalmente decidió acompañarlo en aquella accidentada ruta. No se separó de él cuando lo encarcelaron en Monterrey, durante la campaña por la presidencia, cuando estuvo preso en San Luis Potosí no le permitieron estar con él, pero rentó una casa cercana del penal.
Cuando los Madero iniciaron la fuga hacia adelante, sumándose al levantamiento convocado por Francisco, ella ya estaba involucrada por completo. Estaba muy orgullosa de su marido.
“Siento una gran satisfacción, porque realmente es el único que ha hecho algo en beneficio de la patria”, escribió en mayo de 1911, a su concuña Carolina Villarreal.
Cuando Francisco llegó a la presidencia, Sara asumió tareas de ayuda social. Presidió un club llamado Caridad y Progreso, y en 1911 fundó, junto con Elena Arizmendi, la Cruz Blanca Neutral por la Humanidad, organización benéfica destinada a prestar auxilio a los heridos en batalla y a las víctimas de accidentes. La misma prensa que atacaba a su marido, le acomodó un apodo burlón: El sarape de Madero, jugando con su nombre.
Cuando Francisco abandonó, a caballo, el Castillo de Chapultepec el 9 de febrero de 1913, Sara no sabía que no volvería a verlo con vida. A medida que el gobierno maderista se desmoronaba, amigos leales, como los representantes de Japón en México, la cobijaron.
Una anécdota cuenta que Sara miró el momento en que una turba golpista incendiaba el hogar de los Madero en la colonia Juárez, y que sólo la intervención del embajador Japones, la puso a salvo.
Al ser asesinado Francisco, tuvo que vender el caballo de su esposo para pagar su funeral. Primero se acogió al asilo en Cuba. Después se marchó a Estados Unidos. Sara regresó a México en 1915, vivió en una casa, comprada para ella por sus hermanos, en el número 88 de la calle de Zacatecas, en la colonia Roma, cerca del Panteón Francés de la Piedad, donde estaba sepultado su esposo.
Sosteniéndose con una pensión vitalicia que le otorgó Venustiano Carranza, Sara Pérez de Madero vivió hasta los 81 años de edad. Murió el 31 de julio de 1952, había visto a México transformarse.
Eran tiempos de la naciente televisión, tiempos de la radio, entonces gobernaba Miguel Alemán. A su sepelio, en la misma tumba de Francisco I. Madero, asistieron expresidentes, revolucionarios y una viuda de "Pancho Villa".