José fue un niño travieso y alegre, su afición por los caballos venia desde pequeño. En su casa conoció la pobreza y el trabajo duro, creció rodeado de unidad familiar y de valores cristianos. Desde hizo su primera comunión, había tomado la decisión de tener una fiel amistad con Jesús.
José o Joselito como le gustaba que le dijeran, había nacido durante el período de la Revolución Mexicana: aquélla fue una época muy difícil para las familias, los pueblos y ciudades de todo el país, por las revueltas constantes que desarrollaban las diversas bandas de revolucionarios que se disputaban el poder.
En aquellos tiempos no era raro que cuando llegaba la noche, se escucharan detonaciones y gritos de los revolucionarios, junto con el ir y venir de sus caballos. Se oían relinchos mientras el jinete disparaba o caía sin vida. Por la mañana, las mujeres que iban a misa y los hombres que salían a sus labores en el campo podían fácilmente encontrarse con cuerpos de revolucionarios o de otra gente.
Cuando José tenía 12 años estalló la guerra de los cristeros, la guerra cristera fue el alzamiento de aquellos campesinos creyentes y jóvenes de la Acción Católica que lucharon en defensa de sus más sagrados derechos contra las leyes injustas del gobierno federal. La región donde él vivía era cien por cien cristera y desde el inicio del alzamiento, los hombres y mujeres del occidente de Michoacán se distinguieron por su defensa valiente de la fe y de los derechos sagrados de Cristo.
Gente de diversos pueblos como Cotija, Sahuayo, Jiquilpan, Santa Inés, Los Reyes y de otros lugares de la región, combatían por la causa de Cristo Rey y la defensa de sus derechos humanos más elementales, como era la libertad religiosa.
José se daba cuenta perfectamente de la situación y también la sufría en carne propia, vivia en Sahuayo una de las zonas más cristeras de Michoacan. El apoyo de la gente era masivo a favor de la religión.
José veía a los valientes cristeros que pasaban veloces en sus caballos por las calles del pueblo, les oía gritar con gallardía:
¡Viva Cristo Rey!, ¡viva la Santísima Virgen de Guadalupe!
Escuchaba relatos sobre las hazañas en el campo de batalla contra los perseguidores de Cristo.
José soñaba en irse con ellos, para defender los derechos de su fe. Pero había un gran problema: sus padres no se lo permitían debido a su corta edad. José no se desanimó, tanto insistió que después de escribir varias veces al general de las tropas cristeras, con apenas 13 años, logró que le permitieran enrolarse en las fuerzas cristeras que luchaban al mando del general Prudencio Mendoza, jefe de los cristeros de la zona de Cotija y sus alrededores.
José era bastante apreciado en la tropa cristera, porque desde el inicio se distinguió por su servicialidad. Se le veía por todos lados del campamento, engrasando las armas, sirviendo o preparando la comida y cuidando que los caballos no les faltara agua y pastura.
La mamá de José se oponía a sus deseos de ir a la lucha, debido a su corta edad, José le decia:
“Mamá, nunca ha sido tan fácil ganarse el cielo como ahora”.
Con los demás cristeros, José rezaba todas las noches el santo rosario antes de descansar de la dura jornada. Era una vida de sacrificios y privaciones por amor a Cristo Rey y su Madre Santísima. Así se iban dando las cosas, sin embargo, el 5 de febrero de 1928, durante el transcurso de un combate entre los cristeros y fuerzas federales en las inmediaciones de Cotija, el caballo del jefe Guízar Morfín resultó herido de un balazo. El valiente niño cristero saltó de su montura y se la ofreció a su jefe diciendole:
“Mi general, aquí está mi caballo. Sálvese usted. Yo no hago tanta falta, usted sí.”
Como era de suponerse, José quedó prisionero, al igual que otros cristeros, los condujeron maniatados a Cotija. Allí se encontraba el general Guerrero, quien lo reprendió por combatir contra el Gobierno. José le reprochó:
“Me aprendieron porque se me acabó el parque, pero no me he rendido”.
Con José también cayó prisionero otro joven de nombre Lázaro, originario de Jiquilpan.
Desde Cotija, José escribió a su madre, la siguiente carta:
Fui hecho prisionero en combate en este día. Creo que en los momentos actuales perderé la vida, pero nada importa. Resígnate a la voluntad de Dios; yo voy muy contento, porque terminaré al lado de nuestro Dios. No te apures por mi final, tu preocupación me mortifica: antes diles a mis otros dos hermanos que sigan el ejemplo de su hermano el más chico, y tú, has la voluntad de Dios. Ten valor y mándame la bendición juntamente con la de mi padre. Salúdame a todos por última vez y tú recibe por último el corazón de tu hijo que tanto te quiere.
Atentamente: José Sánchez del Río.
José se enteró de los esfuerzos que hacía su familia para liberarlo y solicitó que no se pagara por su rescate ni un solo centavo. José había decidido que sería su fin, porque no traicionaria en lo más mínimo a Cristo Rey.
El 10 de febrero de 1928, José escribió su última carta, la dirigió a una de sus tías:
Estoy sentenciado. A las 8:30 de la noche llegará el momento que tanto he deseado. Te doy las gracias por todos los favores que me hiciste tú y Magdalena. Dile a Magdalena que conseguí que me permitieran verla por última vez y creo que no se negará a venir, para que me lleve la Sagrada Comunión, antes de que todo termine. Salúdame a todos y recibe como siempre y por último, el corazón de tu sobrino que mucho te quiere… Cristo vive, Cristo reina, Cristo impera y Santa María de Guadalupe.
Atentamente: José Sánchez del Río, defensor de la fe.
El viernes 10 de febrero de 1928, cerca de las 6 de la tarde, sacaron al niño cristero del templo convertido en prisión y lo trasladaron al cuartel militar. Al acercarse la hora final, los soldados del gobierno comenzaron por torturarlo, pensando que José se ablandaría con el tormento y terminaría pidiendo clemencia, pero se equivocaron. Al sentir los dolores, José gritaba
¡Viva Cristo Rey!
Los soldados lo golpeaban mientras lo sacaban del cuartel, fue obligaron a caminar descalzo con los pies heridos por las calles empedradas, rumbo al cementerio. Su sufrimiento llevaba varias horas, pasaban las 11 de la noche cuando llegaron al campo santo. Los verdugos querían hacerlo retractarse de su fe, pero no lo lograron.
En medio del asombro de todos los presentes, se paró al borde de su fosa y seguía gritando, ¡Viva Cristo Rey!.
Finalmente, los soldados terminaron con José, sus últimas palabras fueron “¡Viva Cristo Rey! ¡Viva Santa María de Guadalupe!”.
La conmoción y el silencio de los espectadores eran indescriptibles. Se oían los sollozos de la madre de José, que lo acompañó hasta el último momento. Los habitantes del pueblo nunca habían presenciado algo semejante; los mismos soldados federales, estaban admirados de la gallardía del niño.
El cuerpo del niño mártir terminó en la fosa, sin ataúd. Eran las 11:30 de la noche del viernes 10 de febrero de 1928. El mártir de Cristo Rey entraba en la gloria, dejaba a todos sus paisanos y a los demás compañeros cristeros, un ejemplo de valentía y de fidelidad a la santa causa, que sólo se podía explicar sabiendo que el mismo Jesucristo le había dado la fortaleza para comportarse como un auténtico mártir.